Jordi Doce
Incógnita
La voz del que corría por el bosque
¿era la tuya?
¿Eras tú quien hablaba
en la zanja contigua,
a solas con su miedo?
¿Susurrabas
en mitad de ninguna parte,
tumbado entre hojas secas?
Noche adentro
todo es cruz.
Todo escapa
cuando limitas con su sombra.
Almizcles te denuncian. Ropa vieja.
La cautela
que siembras al andar,
como esporas.
La pupila del cuervo
te va cortando a su medida.
El color de los abedules
es el color del extravío.
Aquí
Con Maribel Nazco
Es un sol que amanece como si se pusiera.
Una luz incompleta, la paciencia del tallo.
No sabes dónde estás,
por qué ruta llegaste,
pero aquí, donde el suelo
tiembla bajo tus pies
como un idioma a punto de extinguirse,
la curva del brotar y la curva del horizonte
se confunden,
respiran una en otra
para limar las formas de la tierra,
los velos y espesores de la tierra.
Aquí, donde tus ojos son ojos que te miran
y nada es del metal de que está hecho:
deltas, riberas, vestigios de animales
y cuerpos que se buscan bajo un sol ilusorio.
PIEDRA
A Edmundo Garrido
Vine para estar cerca de la piedra
—la piedra que aguarda en cualquier camino,
anónima y fiel,
que vio durar soles, planetas, prodigios
remotos,
que sufrió el castigo de vientos volubles
y fue deshojándose, menguando sencillamente,
descuidando sus confines
por los siglos de los siglos,
balbuciendo en sueños con la boca llena
—la piedra que estaba dentro de sí misma,
luchando por aflorar
—la piedra que poco a poco se convirtió en grumo,
en grano,
en polvo de escoria que el aire se lleva lejos
y desciende aquí, donde no hay camino,
vistiendo mis ropas y hablando en mi nombre.
PRIMER ACTO
–Aquí estás, con las ruinas.
–Es mi sitio.
–¿Llegaste por tu cuenta,
o alguien movió los hilos sin querer?
–Brillaban como nieve.
Eran copos que el viento
mecía en breves remolinos.
–Es triste el espectáculo
de la repetición, el agua
desnutrida.
–Nadie me dijo nada. –Nadie
era la contraseña.
–Hablas como si fuera irremediable.
–Hablamos por hablar, o así parece.
–Pero el niño que hablaba con el cuervo
no decía lo mismo.
–El niño se perdió en el bosque.
–Huellas
y más huellas en círculo,
como una diana…
–Lo recuerdo.
Era una tarde de septiembre
y el calor arreciaba:
polen sucio, álamos orgullosos
como lenguas de fuego.
–Lo recuerdo. Había tres caballos
en lo alto de una colina.
–Lo recuerdo:
el mundo estaba en calma y la casa en silencio.
–Pero el niño que dibujaba cuervos
vivía en esa casa.
–Era una mella en el mirar,
una mota de polvo en el ojo indefenso.
–La vi más tarde,
posada sobre nuestros nombres
en el libro de entradas de la clínica.
–Allí, junto a los árboles nevados,
fuimos felices.
–Pero el niño que alimentaba al cuervo
era el dueño y señor de los pasillos.
–Lo sabes.
–Más allá de los árboles no hay nada.
–No. Sí. Quiero decir que has vuelto.
–Aquí estoy, con las ruinas.
–Nunca te fuiste.
–Siempre lejos, siempre volviendo a casa.
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