Noé Lima
MADRE
Cuánto daría
porque la luz fuera luz
y el asfalto
un espejo donde reflejarnos.
Ricardo Bórnez
Las abejas también cantan el Ave María.
Se aproximan al líquido corazón de los parques;
en esas casas vacías,
es esos jardines de humo en las catedrales,
en esos cementerios
donde el sol siempre se alimenta de lágrimas
y abrazados gritos de piedra
de cuando te buscaba.
Hagan lo que hagan las madres,
siempre dejan
la amargura colgada en los domingos,
la ropa interior,
la marea temblorosa de los floreros,
las camas arropadas de los velorios.
Las madres siempre me recuerdan a la mía.
Cantan como pez inquieto en la orilla
de ese espejo donde se beben los años.
Se santiguan,
lo hacen mientras cocinan un nuevo continente
en el viejo sartén
o simplemente te besan la frente
para broncear el polvo
que sin duda
probará tu piel camino a la escuela.
Las madres tienen yemas de aceituna para tocarte,
llagas de tanto dolerle una carta,
tus poros de polen en la vieja fotografía,
la palabra desintegrada en la garganta.
Las madres abren despacio las persianas
como pestañas, para abrirle paso a la luz
de tus huesos,
tus uñas de ex voto en la casa de empeño.
Las madres son epitafios,
barandas exiliándome al abrazo más cercano.
Son eso,
un grupo sanguíneo para besar lentamente a la muerte.
En la calle veo a mi madre y a la tuya
con su pizarra llena de tiza sobre los hombros,
la bolsa de las compras,
la cartera vacía de catástrofes, de alfabetos,
mi nombre de hilachas sobre su ropa.
La veo subir el autobús de axilas lluviosas,
de besos reumáticos en los asientos
con despedidas insolventes en la comisaría.
La veo subir apiñando las noticias en sus pupilas;
del apuñalado en la escuela,
del que siempre sonríe cada vez que dispara,
del que apenas soñaba con ser poeta,
de ese soñador
con el paisaje pintado con crayolas debajo de la piel.
CEREMONIA PRIVADA
El barrio es una carcajada,
una pálida fotografía del túnel escarbado recientemente,
quebrada rumiante de escamas por los anémicos rayos del sol.
El barrio es la ceniza descalza después de la tormenta,
lengua desatada en cada calle,
muro deletreado con cada disparo
sobre el albañil asesinado ayer al mediodía.
Una viuda que le era infiel con el panadero
y tres niños dicen
ha dejado.
El funeral es un ecuestre desfile
de máscaras glaciales.
Nadie sabe quién es el dueño de la sombra
que llora al pie de la tumba.
Nadie lo sabe,
para evitar el próximo balazo.
ARMADURA
Hace falta estar ciego,
tener como metidas en los ojos raspaduras de vidrio
Rafael Alberti
La piel es una baba temblorosa,
un ladrillo que arma muros
en este siglo de whisky y desgracias.
La piel respira peces gigantes en la lluvia.
Un guante blanco en el delirio
desvela el vocablo de la noche.
El corazón es un acróbata rumiante;
cae en picada
sobre el miedo,
ese granizo que mide parábolas en la lengua.
Hay un estruendo en la caída.
Un mes de abril nos ve de reojo,
reloj de arena verdugo en una cintura rota.
No puede ser sobreviviente del asco,
de romper esta carne armada de Parkinson,
de suicidas con la soga hecha lumbre en las mañanas,
de raticidas en la mesa del dormitorio
que roncan con nuestras penas.
No puede, ya lo dije,
resistir la mala gramática,
la hora pico de los lunes;
esa rabia de querer matar al inquilino del insomnio,
aprender la lección ortográfica de los ciegos.
La piel es un espejo con voces ahogadas.
MILITANCIAS
Llevo un libro bajo el brazo.
Marx es un meteorólogo abollado
en el plomizo campanario de los calendarios,
en este mar insolvente de migraciones,
de exiliados reumáticos en el discurso de la TV.
Lo llevo para evitar que me asalten
en la ingravidez del humo,
ese quebradizo naipe
deshoja la ciudad.
Con él atrapo
el nudo ideológico de los temblores,
la propiedad privada parecida a un durazno
o al culo de la primera dama en turno.
Lo llevo atrás del corazón
por si mis latidos meridianos abrazan la noche.
Lo llevo ahí para masticar mi ruina,
la cicatriz callada,
el fúnebre derrumbe de la lluvia,
ese ocaso del cementerio
que me hace preguntas.
La militancia es una puta alfabetizada.
La militancia es un beso cuando matas,
una robusta estatua inquilina de alguna balacera
bajo la nieve afónica,
el calor del trópico,
el ángulo de una ventana en el centro de la capital
mientras leo la vida pasar muerta frente a mis ojos.