Convivimos con ficciones. Y no solo con las ajenas. Las ficciones nutren e infectan nuestra vida, nos representan en público y pueblan nuestra esfera más íntima, como las bacterias y otros microorganismos. Nuestras vidas se construyen en torno a invenciones, a transfiguradas narraciones de hechos a las que recurrimos para hacernos más soportable una existencia física y espiritual que se manifiesta de forma frenética y fractal, una existencia que, en esa caótica manifestación, supera las posibilidades clasificatorias y de control de nuestra mente. La ficción es el intento por poner cierto orden en ese privado caos universal. Recurrimos a ella para darnos y dar alegrías, para engañarnos y engañar, para medrar y protegernos en la convivencia con otros hombres.
Lo anterior puede parecer una perogrullada, pero lo cierto es que son pocas las personas dispuestas a reconocer y admitir el elevado porcentaje de ficcionalidad que impregna sus historias vitales. La fe imperturbable en las ficciones propias es, a la vez, sostén y carga explosiva en nuestras vidas. Es la viga maestra, la pared de carga: tiene el doble poder de mantener en pie y, llegado el momento, hacer que todo se venga abajo sin dejar rastro.
Entender esto, y aceptarlo, va a resultar fundamental de cara al cambio de paradigmas que se avecina, que casi se ha instalado ya entre nosotros y se manifiesta en tantos aspectos de la vida social, especialmente en el desmontaje que van sufriendo ciertas tradicionales delimitaciones binarias como verdad-mentira, privado-público o realidad-fantasía.
El vacío guarda siempre una forma humana.
Los ojos
no pueden abarcar más.
¿Quién yace bajo el velo de lo aceptado?
Los ojos deberían abarcar, comprender.
Los ojos no saben nada aún.
Los ojos siempre se apagan,
tristes.
Este mundo puede
hacerme creer
en lo inasible,
puede
mantenerme viviendo
por lo que, tras la muerte,
pudiese llegar,
De los poetas más jóvenes surgidos en Costa Rica, la escritura de Diego Quintero podría ser un buen ejemplo de cómo con un único libro publicado puede demostrarse –con riesgo estético incluido, muchísimo-- que el equilibrio poético primero, su acierto, depende antes que nada del control sobre una detonación arrasadora, que se puede aportar revulsión –de entrada consigo misma-- partiendo de una visión sesgada sobre la realidad, consciente y adrede. Estación Baudelaire, su libro, no se arredra en sus intenciones: ya desde el mismo título se nos presenta, más que como una tendencia poética, como la construcción de un mundo en el que la belleza no está solo en ella misma, también en lo que no es ella, o donde ella anda ausente por alguna razón extraña, una maldita razón, siguiendo el patrón de la simbología baudeleriana. Desde esta óptica sorprende su madurez: el libro no busca aceptación sino presencia rotunda. El poeta se presenta y a continuación desaparece. Luego viene lo de estación: entrada y salida de pasajeros. Por cierto, muy ilustres en el libro de Quintero, conectados por su parentesco de ideas o proximidad cultural --cultural de formación-- como rayos que atravesaron la necesidad de saber del poeta, ayudado por ellos para bucear más allá de la primera verdad que transmiten las cosas. Diego Quintero canta de esta manera la belleza hasta en su propio espanto, su vacío. No resulta fortuita cualquier justificación para coincidir en esta estación cómplice de escritura. Un primer libro como un festín de culturas, de riqueza verbal asombrosa y construcciones de versos corroídos ya por pasiones subcutáneas de extraña índole, pero que ante un posible naufragio Estación Baudelaire, como libro iniciático, se supera a sí mismo, lleva a buen puerto sus riesgos intencionales primeros, sus dificultades previas. Uno de los principales embates del que sale airoso el poeta es de doble pirueta mortal: el del riesgo formal, que en el fondo resulta un homenaje a la deformidad, espejo del mundo. Todo en él persigue lo mismo. El libro remite a un lector voraz detrás de su autoría, borracho incluso de literatura, un observador extraordinario del entorno y de su propia memoria. Diego Quintero, nacido en Taskent (Uzbekistán) en 1990, luego residente en Suecia hasta establecerse en Costa Rica a los doce años de edad, país de acogida en el que fue publicado su libro en 2015, sabe reunir imposibles, sueños decomisados, astros que alumbran con luz propia. Y organizar con todo ello una fiesta: erudición, extravagancia y dolor están garantizados. Un hilo delicado trenzado de literatura y filosofía los hilvana. Pensamiento y Poesía de la mano quizá sea mucho decir. O acaso sea lo que haya que decir, un libro al que no le interesa la insustancialidad como modo de vida.
MADRE
Cuánto daría
porque la luz fuera luz
y el asfalto
un espejo donde reflejarnos.
Ricardo Bórnez
Las abejas también cantan el Ave María.
Se aproximan al líquido corazón de los parques;
en esas casas vacías,
es esos jardines de humo en las catedrales,
en esos cementerios
donde el sol siempre se alimenta de lágrimas
y abrazados gritos de piedra
de cuando te buscaba.
Hagan lo que hagan las madres,
siempre dejan
la amargura colgada en los domingos,
la ropa interior,
la marea temblorosa de los floreros,
las camas arropadas de los velorios.
Las madres siempre me recuerdan a la mía.
Quiso desmitificar el tú y no ser odiado en el intento.
*
Tras varios años ordenando sus pensamientos emprendió el cuidadoso camino de no retorno hacia la idiotez.
*
Cuando se volvió vulnerable empezó a fijarse en los pequeños detalles.
*
Sus ojos, sábanas transparentes envolviendo el pragmatismo.
Una calurosa noche de luna llena, mientras dormía en el palacio del rey Poros, Alejandro Magno abandonó su estancia y salió a los jardines que rodeaban la corte. Tras su victoria en la dura batalla del Hidaspes, el macedonio había convertido a este rey de la India en vasallo de su imperio, admirado por su valía como adversario en la guerra. Los guardias que velaban a las puertas del palacio le advirtieron de que andar solo de noche resultaba peligroso: podía esconderse un tigre en los matorrales o un áspid entre la hierba. Pero Alejandro no se tomó en serio sus advertencias: mal podía temer a los tigres o a los áspides un hombre que había vencido a las grandes legiones del rey Darío en Issos, acometiendo a los persas con su caballo Bucéfalo; que había dirigido el asalto a la roca Sogdiana, en el que sus tropas habían subido un enorme peñasco para tomar una fortaleza en su cumbre; que pocos días atrás había obligado a huir en desbandada a los elefantes de Poros. En todas sus expediciones asiáticas había conservado siempre una irreductible fe en su destino, la confianza en que, pese a todas las dificultades, lograría formar el imperio que había concebido en su mente desde su juventud, un imperio ante cuya grandeza el asirio, el persa y el egipcio palidecerían como vanos fantasmas del pasado. El aroma de los cedros se fundía con el de las azaleas de aquella región montañosa, que se enredaban en los troncos de los viejos árboles con sus flores rosadas. Las hojas de los plátanos susurraban con la brisa de la noche. El canto de algún ruiseñor solitario se escuchaba desde el fondo del valle.
ARPEGIO (Idus de febrero)
Puede que la música renazca del fondo del río y su rumor,
y se revele el milagro de la hierba bajo los sicomoros.
Tiembla el trigo igual que los hombres que esperan tormentas
y, con la certeza de ser apenas una huella en el barro,
temen que se cumpla el augurio de los cuervos
y caiga el relámpago sobre sus espaldas.
De ahí que taponen sus oídos con cera y cuentas de collar,
y finjan no creer en las sombras del cielo.
Solo aquel que dirige la vieja sinfonía del agua volverá mañana
para escuchar la coda disonante antes de la detonación final
que hará que se desbanden los pájaros.
He aquí la gran verdad que se descubre
cuando los días dejan de ser propicios
Cantora nocturna
Joe, macht die Musik von damals nacht...
La que murió de su vestido azul está cantando. Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad. Adentro de su canción hay un vestido azul, hay un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado con los ecos de los latidos de su corazón muerto. Expuesta a todas las perdiciones, ella canta junto a una niña extraviada que es ella: su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la niebla verde en los labios y del frío gris en los ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre la sed y la mano que busca el vaso. Ella canta.
Un sueño donde el silencio es de oro
El perro del invierno dentellea mi sonrisa. Fue en el puente. Yo estaba desnuda y llevaba un sombrero con flores y arrastraba mi cadáver también desnudo y con un sombrero de hojas secas.
He reunido muchos amores -dije- pero el más hermoso fue mi amor por los espejos.
Yo soy…
mis alas?
dos pétalos podridos
mi razón?
copitas de vino agrio
mi vida?
vacío bien pensado
mi cuerpo?
un tajo en una silla
mi vaivén?
un gong infantil
mi rostro?
un cero disimulado
mis ojos?
ah! trozos de infinito
La tierra más ajena (1955)
Alejandra es, con una belleza incalculable, ese mirarse a los espejos cubiertos con una sábana. La venda que impone en sus ojos creyendo que son los otros quienes no pueden verla.
La noche rompiendo el llanto. El día limpiando ceniza.
'Una especie de abandono insalvable.'
Alejandra está cansada de estar cansada de este mundo, que aún gira, a pesar de su ajetreo.
Contra todo pronóstico, su peso no ha hecho que su eje ceda.
Y Alejandra se abandona todo el tiempo.
'Hay días en que quisiera irme al viento.'
para Fer.
España,
España era una línea rosada en el amanecer que sucumbió al placer de las marismas.
España era una roca, altiva; el sueño de una cabra de los montes; venas.
España era una silueta lenta encaramada al deseo del mar: sal de sus labios.
España era el tronco tímido de la vid; el olivo sigiloso; semilla de ciprés.
España era un niña-toro que jugaba en el cañaveral, sola, junto al río.
La primera flecha se clavó en su testuz. Un zumbido anunció una lanza que le abrió el vientre:
manó sangre negra que se mezcló con el lodo; en sus ojos el terror de la muerte: el pedernal.
España era la niña-toro muerta, sobre cuya piel extendida, danzaron hombres con sus tripas en la mano.
Fue el primer sacrificio.
Esposos
En diez palabras nos decimos todo:
quince años de esta vida,
tres reencarnaciones.
También los pájaros
que habitan en la orilla
comprenden cómo el mar
ocurre en el océano.
no es el ladrido
sino la impronta de su mordisqueo
o jauría de pequeños murciélagos
atronadores
abismados como santos de aceite
quiebran el cerco
(el ojo)
donde una y otra vez feroces
la fatiga o la luz
octubre, 2015.
INTRODUCCIÓN
Con el afán de continuar dando a conocer la obra poética que Antidio Cabal (Gran Canaria, 1925 / Costa Rica 2012) dejó inédita y preparada por él mismo con sus correspondientes introducciones años antes de su fallecimiento, tras Epitafios, publicado en 2014 por el sello editorial Kriller71, será Ediciones Tamaimos quien publique próximamente dos libros inéditos en un solo volumen: Atmósfera seguido de Parasangas.
Tras la solicitud por parte de esta editorial canaria interesada en publicar “algo nuevo” de Antidio Cabal escogí dos de entre varios manuscritos que permanecen aun inéditos para ser elegido, así de simple, el que más se creyera conveniente. Uno, a mi modo de ver, lo consideraba más fiel al estilo de la última poesía a la que nos tiene acostumbrados el poeta, mientras el otro un libro más atrevido formalmente, un poema largo fruto de la creatividad libertadora de un poeta tan singular como Antidio Cabal. Este hecho, un tanto ingenuo por mi parte, propició por parte de la editorial la propuesta primero y luego la decisión de publicar ambos de forma conjunta. La razón de la editorial, entre otras cuestiones, fue que los dos libros no se estorbaban, que casaban bien, más que bien a su parecer. Entonces hice el esfuerzo por entender mejor tal propuesta y me puse a examinarlos con mayor atención. Aparte de que Atmósfera fuera un libro breve y Parasangas algo más largo, descubrí que en realidad giraban en torno al mismo tema, ese que tanto preocupó al autor, el del conocimiento y su problemática, de tal manera que el primero se presentaba en todos los sentidos prácticamente como una obertura del segundo. No chirriaban; matrimoniaban como si uno iluminase al otro, como si se debieran algo, como si el primero fuese una puerta y el segundo una ventana de la misma vivienda, un asunto en el que yo no había caído en la cuenta en mi gesto iniciático y pretendidamente disyuntivo para con la editorial. Esta es la causa, y no otra, por la que ambos se publicarán en un mismo tomo.
JOAREAREN doinuak
eguneko orduen errestoak markatzen ditu.
Elizako ezkilek herriko goxotasuna hausten duten arte,
haizea ausartzen ere ez den tokian.
(Atakak, Alberdania, 2011).
EL sonido del cencerro
marca las horas del día.
Hasta que las campanas de la iglesia
rompen la apacibilidad del pueblo,
en el lugar donde ni el viento
se atreve.
(Barreras, La Garúa, 2013).
LOS MUCHACHOS echaron a correr. Se concentraron en el solar, junto a la calle. En ese momento las farolas se encendieron. Al fondo del solar, encajado entre dos edificios con paredes ciegas, una chabola maltrecha. Unos chiquillos, armados con palos, los aguardaban. Defendían la chabola. Los recién llegados midieron con la vista las fuerzas de la pandilla. Decidieron no adentrarse en el solar. Las distancias, respetar las distancias, susurraba el jefe. Estudiar el terreno. Los palos cambiaban de mano. Alguno estornudaba. Otro hurgaba en el suelo. Sopesaba unas piedras. Alguien se enderezó con un hierro. Lo alzó blandamente. Lo dejó caer a sus pies.
La pandilla de la chabola los ignoraba. Permanecían de pie, silenciosos, obstinados. Alguno entraba o salía de la chabola. Otro terminó por sentarse.
y otros deseos vivos que yo para evitar
que se mueran conmigo más ardientes
los pongo en otro tiempo
Juan Jiménez (Epigramas)
I
Ayunar
con la otra mejilla.
En cada uno
beber
la carne
que aguarda
la enfermedad.
Solo nos queda
preguntar nada
en manos de Dios.
¿Qué hemos hecho?
Autobiografía
Septiembre de 1996: muchas noches sin dormir
después del traslado de Bielorrusia a la Argentina.
Ruido constante como una música que no cesa.
No se sabe de dónde viene.
Llega de todas partes.
Soñé que me crecía una segunda cabeza.
Tomé una aguja y la pinché como a un globo.
Mientras soltaba el aire dijo:
no podrás deshacerte de mí
porque no tuve cordón umbilical.
Ahora tú, vieja asesina,
Europa, vete al baile de gala,
y susurra a los invitados
qué bella parecías
en tus mejores años de cordura,
cuando la sangre de los otros
no manchaba tus labios,
ni las oscuras larvas de la muerte,
con el hambre de las carcomas,
iban comiéndose tu corazón enfermo.
imprescindible no es la dirección
el camino ni el mapa
la geografía resulta solo un accidente
para quien se busca y sospecha
que distancia no significa kilómetros
tampoco el destino importa
porque nunca se está en un lugar preciso
sino constantemente en una frontera
entre la desesperación de ser
y el anhelo de resistir
no hay más dónde que uno mismo
ni más herencia que las costumbres a las que pertenecemos
importante es aprender al menos un camino de vuelta
a donde nos espere una ventana para mirar al horizonte
imprescindible apenas un verso y toda su nostalgia
cuando acaba febrero y la nieve de una ciudad
que podría ser cualquiera nos recuerda quiénes somos
Incógnita
La voz del que corría por el bosque
¿era la tuya?
¿Eras tú quien hablaba
en la zanja contigua,
a solas con su miedo?
¿Susurrabas
en mitad de ninguna parte,
tumbado entre hojas secas?
Noche adentro
todo es cruz.
Todo escapa
cuando limitas con su sombra.
Almizcles te denuncian. Ropa vieja.
La cautela
que siembras al andar,
como esporas.
La pupila del cuervo
te va cortando a su medida.
El color de los abedules
es el color del extravío.
Soy el hombre que Bacon ha pintado
-más guapo, menos viejo-
desnudo sobre un váter parisino.
Soy el mismo animal en cuyos ojos
el sexo y el terror supuran una
violencia que no encuentra analogía.
Asmático de sangre, soy adicto
a los golpes de sangre,
y en pos de la belleza he destrozado
la jaula de la vida desguazando
con ella el animal que la habitaba.
No importa:
la escena es algo hermoso
como es hermosa la violencia
en los cuadros de Bacon.
VEO VENIR a una persona.
Se acerca a la casa donde comimos el pan,
lavamos el rostro,
ensuciamos la noche,
pero la casa está vacía,
como un cuenco está vacía,
vacía como un cráneo,
como la boca de un muerto que ya nada dice
porque nada sabe y nada
volverá a decir,
vacía.
Veo venir a una persona.
Sospecho su llegada.
Desconozco su nombre.
A cada vuelta del camino...
A cada vuelta del camino, abajo, siempre el mar, que entró en los ojos como brasas huidas de su círculo fúlgido; y no sé con qué estaba traficando el espíritu, mas desmedida era la ganancia del sentido de cosas no visibles: tan sobrado de luz, alcancé la colina, y otras islas enfrente, desde lo transreal adelantadas, iban apareciendo en un acortamiento de lo ignoto.
Presto el hatillo de fuego en la caña flexible, ¿qué o quién —de la naturaleza adivinado—, me hablaba al pensamiento —como el celaje calladamente al árbol, como el sendero al perro vagabundo— en medio de una frase igual a un laberinto?
Un lagarto escapó entre retamas agitadas y recordé —¿hay un destino
injusto?— la queja que se envuelve en el corazón sin encontrar salida.
Allí lo que a nuestra orfandad queda y basta:
el calvero, y la piedra en que ha de sentarse el pastor bajo las luminarias, como dijo el poeta,
y el molino hecho de las palabras del estar aquí, ser aquí, haber comprendido desde aquí. Donde la rosa es
también la rosa.
(de Paseo antes de la tormenta (1996))
I
Habitante en luz,
sentir sus embestidas
por los alrededores tibios
de las formas precisas,
sembradas a voleo. Vienen creciendo
hasta mis labios de no sé qué venero.
Miedo me da de alzar los hombros
por no romper su transparencia.
Entre la hierba azul
corren verdes mansos hilos de agua
hacia no sé qué ternura de no ser.
A Eugenio Padorno
I
reza al golpe de viento
que se lleva el papel y allá se arremolina
entre tantos papeles y entre tantas barcas
que a puerto no llegaron
rézale una oración a Manolo Padorno
que recibe las cartas azules
que el viento le lleva a la Otra Puntilla
una oración sin rito ni penitencia
sin invocar al dios de tinta ni al nómada
arco iris del no tiempo
pues el aire de golpe
deshace el aire
que tienes entre manos
DUMMY
En realidad ya estoy acostumbrado:
ni siquiera me duele.
Antes era peor: perspectivas de viaje que siempre se truncaban (y a los niños
no les daba ni tiempo a marearse),
el dejà vu del susto y un punzante
sentimiento de culpa:
no he sabido cuidar de mi familia.
Luego uno aprende a relativizar
y no faltan ventajas: nada de preocuparse por ascensos
o por pagar facturas,
mis hijos nunca traen malas notas,
mi mujer no me engaña: se sienta y cierra el pico.
Somos una familia peculiar: el señor Ave Fénix y señora
con sus encantadores chiquillos soñolientos.
Tan ciegos, tan tenaces
en el error. Tan tontos.
Ya lo sé: damos risa.
Tengo este sueño: pego un volantazo
de lo más inspirado, piso a fondo,
esquivo a un ingeniero y salimos a escape
carretera adelante, hacia auroras blanquísimas, el cielo de los dummies.
Y al despertar os odio. ¡Dios mío, cómo os odio!
Óyeme tú, viajero, que recorres triunfante la autopista
y a tu corazón baja
el canto eterno de la radio-fórmula.
Acuérdate de mí cuando, muerto de miedo,
levantes la cabeza llena de sangre y grites:
“¡Santo Dios, no lo he visto!
¿Estáis bien?”.
Y el silencio.
Put the blame on Mame, boys
gilda
Yo no soy Audrey Hepburn.
No me detengo en tu salón durante años
en un cuadro con marco triste y cristal roto.
Ese cristal inaguantable
que reproduce la leucemia del amor,
esa grieta extravagante, uniforme,
que se agranda con el tiempo
sin que nadie la toque. Ese tajo
que distorsiona los labios de la imagen,
esa imagen frente a la que dos se besan
y que va deshaciendo sus bocas
atravesadas por una enorme guillotina.
Yo no soy Audrey Hepburn.
No aparezco en tu infancia
como una actriz de los cincuenta,
ni te tomo de la mano frente a tu casa oxidada,
ni llevo hasta el olvido tu barrio tan doliente
de las afueras de esta ciudad.
No, ese perro que ladra al sol caído, no ladra en el Monturrio de Moguer, ni cerca de Carmona de Sevilla, ni en la calle Torrijos de Madrid; ladra en Miami, Coral Gables, La Florida, y yo lo estoy oyendo allí, allí, no aquí, no aquí, allí, allí.
Espacio, Juan Ramón Jiménez
I.
HABRÁ allá cielo
como aquí cielo,
montañas a los lejos,
tierra que da sed,
pardo verde y sol
que no amaina en la noche
la extensión;
allá memoria hecha
cuerpo entero aquí,
o del revés tanto
tiempo flores dentro.
(cuenca alta del manzanares)
Piensa sólo en la mano
cuando traza estos signos.
Contempla en el papel
la tinta de la pluma,
oscura aparición de un límite invisible.
Detén el pensamiento,
el ruido de las voces,
el torbellino atroz de las imágenes,
la tormenta nocturna de las formas
buscando su materia.
Escucha, ahora, el silencio;
no esperes nada más,
y reposa, por fin, ya sosegado.
En la zona
En la zona que le toca
elige la temperatura, se baña
de minuto, hierve la hora,
el calor que al fin, le quita la piel
y lo desnuda.
*Abro el puño. Miro la gravedad.
Los románticos preguntaban:
¿Tiene que volver siempre la mañana?
Me dañaré de otras cosas. Se promete.
EN LA CASA DE LOS PÁJAROS
El autómata vive con Laura,
una mujer que algunos años atrás conoció en San Francisco.
La casa donde habitan está al otro lado del Golden Gate,
en Richardson Bay, entre Sausalito y Tiburon.
Es una blanca mansión victoriana a orillas del mar
que se mantiene derecha, hermosa y triste
en un pequeño terreno vagamente cercado.
En verano, unas altas gramíneas producen chasquidos al sol
cuando se abren sus vainas y las semillas saltan
como en pequeñas explosiones.
De algunos árboles chaparros
descienden grises pájaros rabilargos, muy despacio,
como invisibles funambulistas.
níspero
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el amarillo brillante bajo
la leve pelusilla rosa indica
que el níspero está en la fase
intermedia de maduración
si bien ya es apto para
ser pelado y admirado
hasta la saciedad por
las papilas gustativas
de quienes supieron
adelantarse apenas
a la definitiva
madurez con el anhelo
de gozarlo en su mejor
LUGAR DEL BASILISCO
Para Sergio Barreto
Se petrificó el curso
señalado del sol.
El mefítico aliento
resquebrajó las piedras.
Los arbustos malditos se desploman
en las raíces yermas.
En la penumbra fósil del aljibe,
se vislumbran las mondas osamentas
de onagros y pastores,
entre un nimbo de polvo subterráneo.
IV. Recuerda
El poeta anota la causa de la muerte,
“Rosas libadas en un antiguo dintel”
Una madrugada sin conciencia,
con la cordura anestesiada
y el pulso vibrante en los ojos y en los labios,
los amantes arrancaron los pétalos
a los fulgentes rosales de la plaza
para derramarlos a los pies de la iglesia.
El mejunje resultante del surreal sacrificio
de sangre, risa y sabia
viaja por el umbral de los siglos
y si el tiempo aletargara la ausencia de uno de ellos,
las mismas rosas acometerían la muerte
deseada a la llamada del enfermo de vacío.
ERA UN JUEGO
solamente… de trivial proyecto.
Tú y yo,
en tropel de manzanas, serpientes y cuerpos
accedimos a jugarlo.
Te expliqué las reglas
de mi anhelo
y lanzaste los dados: primer intento.
Tu ahínco fecundó mi risa.
Tus ansias, desdén frenético,
colisión del fuego zodiacal.
Y tu prisa
mi triunfo.
«Con el que tiene ahora el agua, yo la voy» oí decir al primero.
«Con el que separó elgrano, y da para nosotros un puñado, yo la voy» dijo otro.
«Con el que nos conduzca a otro país, yo la voy» dijo el tercero.
«Con el que conserva las broncas, como quintrales en los ojos, yo la voy» dijo
otro.
«Con el que me llame por mi nombre, yo la voy», dijo el quinto.
Y como secándose los rayos de los párpados, un hombre ancado se levantó, dando un paso hacia el centro de la ronda:
«Yo la voy» dijo «con el que me recibió en tiempos de nadie, porque suyo es mi amor».
El sonido del timbre de la puerta hizo despertar a Sofía, pero ella ya tenía los ojos abiertos y estaba en medio del salón de su casa, mirando fijamente a través del televisor, a través de la pared, hacia algún punto indeterminado del universo. Se asustó, pero no demasiado, estaba acostumbrada ya, tras una vida entera de sonambulismo, a encontrarse de pronto frente a un escenario que no era el que su prematuro consciente esperaba.